sábado, 22 de marzo de 2014

Prólogo

Monasterio de San Pablo
Peñafiel, provincia de Valladolid                                                                                                                                                                                                                                                                             1749



- Padre Nuestro, que estás en el cielo. Santificado sea tu nombre. Venga a nosotros tu Reino. Hágase tu voluntad en la Tierra como en el Cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día. Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal. Amén. 
Perdónome Padre, porque he pecado.

-¿Fray Damián?- preguntó asombrado el Padre.

-Calle hijo mío y escúcheme con atención.

El Padre tragó saliva y con un hilo de voz, preguntó:

- ¿Por qué ha pecado Fray? ¿De qué ha de liberarte nuestro Señor?

- Hoy será un día grandioso, Lorenzo. Hoy pagaremos justos por pecadores. Mi corazón ha explotado de amor, llevo un año con una señorita y está en cinta. Voy a ser padre, Lorenzo. ¡Padre yo! ¿Quién lo diría eh? He estado engañando al Señor desde hace tiempo y cometiendo actos impuros, dudo que Él me perdone. Por eso, arderé este monasterio en el nombre de Dios. Nadie, absolutamente nadie, conocerá mi pecado. Esto ha de ir a la tumba con vos Padre. Nuestro plan será el siguiente: Diré que estoy grave, que tengo cáncer de pulmón y que he de volver a casa. Vos, me protegeréis de todo. Decidme cuántas oraciones he de rezar para que en partes,  descanse en paz de mis actos - confesó con una sonrisa de oreja a oreja.

El Padre Lorenzo, horrorizado de la confesión y actitud del Fray; salió  corriendo de su confesionario, le cogió de las manos y con los ojos desencajados de sus órbitas, moviéndose de un lado al otro dijo:

- Por favor, por favor Damián. No hagáis una estupidez. Marcháos. Marcháos si es lo que queréis, pero os lo ruego. No cometáis locuras ni digáis el nombre de Dios en vano. Dadle a vuestra señora toda la felicidad del mundo y proteged a vuestro hijo con devoción. Seguro que Todopoderoso os perdona, pero no matéis su casa, ni a sus hijos que residen en ella. Se lo ruego Fray. La casa del Señor es todo lo que tengo. Rece cuatro Padrenuestro, dos Ave María y un Rosario. Queda libre de todo pecado. Vaya con Dios.

El Fray negó con la cabeza, sollozó y mientras se echaba en su hombro, susurró:

- Perdóneme Padre, pero por el bien de todos debéis de iros. Cuando el reloj dé las doce de la noche, este monasterio donde durante tantos años ha sido mi casa, arderá en llamas. Y así, solo Él podrá perdonar mis actos. Ve con Dios y salve a todos de los pecados humanos- acto seguido se arrodilló, le besó en la mano y se marchó.

En cuanto le vio desaparecer por la puerta de la iglesia, no dudó en ningún momento en salir corriendo y contar aquella historia a todos sus hermanos, aunque contar las confesiones de los demás fuera en contra de Dios.
Llegó dando un portazo y con sudor alrededor de su frente y mejillas, desaflojó el alzacuello y comentó:

- Damián está loco, Padre Agustino.

-¿Cómo decís? - añadieron los demás a coro.

Cerró la puerta tras de sí, tomó un poco de agua para calmarse, pidió asiento y comenzó a contar la historia. Los demás se quedaron pasmados, peor el mayor de todos dijo:

- No hay tiempo para asombrarse, hermanos. Todos sabíamos que tarde o temprano esto ocurriría, fuese él u otro de nosotros. Tenemos que mantener la calma y pensar en algún plan. Debemos retenerlo y que se marche con la mujer y el hijo que viene en gracia del Señor. Id todos a vuestros aposentos y en media hora nos reuniremos. No hay tiempo que perder.

El reloj de la ciudad dio las doce menos cuarto de la madrugada. Todos estaban preparados para el "ataque sorpresa", y como bien había dicho, todos, absolutamente todos, pagarían justos por pecadores.
Los monjes pasaron a ser Jesuitas por una noche, por el amor que Dios les había otorgado. 
La iglesia era su casa, su hogar, cada año de sus vidas estaban plagados en cada rincón del castillo; y si tenían que hacer daño a algún monje de su antigua congregación, lo harían. Todo lo que fuere por mantener la casa del Señor.

Doce campanadas, doce vidas por delante y un solo traidor. ¿Quién ganaría aquella dichosa disputa? 
Los monje se agarraron con fuerza a sus katanas, más de una lágrima rondaron por sus mejillas y mil oraciones habían sido aclamadas al de arriba.

Damián comenzó con firmeza y actitud serena. Saboreando y respirando cada bocanada de aire que tomaba. Si su plan saliese de maravilla, como él creía a su Dios al que tanto daría la vida, le perdonaría.
A mitad del camino, sus antiguos compañeros de Sacerdocio, blandieron sus armas y colocaron la punta a su cuello que lucía al descubierto.

- Oh, ¿cómo he sido tan estúpido? Padre, ¿no decíais que las confesiones se quedaban con vos y vuestro confesionario? ¿Habéis traicionado su palabra?

- Yo... Yo... - tartamudeó. - No Fray, lo he hecho por amor y porque es lo único que tengo.

- No importa. Imaginé que ocurriría todo esto y por eso fui al eslabón más débil de la cadena. Queridos hermanos, oremos porque puede que esta noche sea la última que permanezcamos todos juntos. Doy gracias a Dios por mi señora y mi hijo que viene de camino. Doy gracias por esta casa que ha sido lo mejor que nadie haya podido regalarme. Doy gracias por mis queridos hermanos. Doy gracias, porque hoy terminaremos al igual que emprendimos este largo viaje.

- Demos gracias al Señor- respondieron al unísono.

- Prosiga. - aventuró a decir el mayor.

- Bien, continuemos pues. Rocié todo el patio con gasolina y luego prendí una cerilla. Sabía cómo trabajaríais, pues yo estaba escondido en las rendijas. En cuestión de minutos todo se habrá quemado y con suerte saldremos vivos, pero si ocurre lo contrario será un placer morir a vuestro lado.

Seis monjes maldijeron para sus adentros, corrieron escaleras arriba y sacaron las mangueras. 
Horrorizados, vieron como el fuego se había expandido por la gran mayoría del patio y poco faltaría para que llegara a la iglesia. Uno llamó a la policía y a los bomberos, mientras que los otros cinco intentaron apagar el fuego.
Los otros seis monjes habían atado de pies a cabeza al expulsado, pero éste no paraba de reír.
El Padre, el más joven de todos, sentía cómo el miedo se apoderaba de él y cada vez se asombraba más.

- Os lo he dicho, no podemos salir vivos, es algo imposible. Todo está rodeado y en cuanto una llama se expanda por los laterales, absolutamente todo arderá. Os veré en el cielo. Descansad en paz y no olvidéis  nunca, que os quiero.

No daban crédito a lo que oían, pero en cuestión de segundos, se estaban quemando vivos. Los policías y bomberos no llegaron a tiempo, ya no quedaba nadie para salvar, tan solo esfumar las últimas llamas de aquel escandaloso fuego viviente.

Doce campanadas sonaron en la misa, doce llantos por cada familia, doce vidas en juego y una extraña maldición creciendo.
Bienvenidos a la maldición de los Rusembort.



Missy Slyon.


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