viernes, 18 de abril de 2014

Capítulo I

Monasterio de San Pablo
Peñafiel, provincia de Valladolid
2013




Estaba siendo uno de los peores días que jamás creían que volverían a ver, pero por desgracia un año más se volvió a repetir.
Cada día doce de cada mes, llovía como si fuera el fin del mundo. Millones de tormentas y truenos amenazaban los cielos y corría el fuerte viento.
Probablemente, no fuera el mejor día para hacer una misa, pero así debían de hacerlo.

-¿Nathaniel?

- Sí, dígame Fray - carraspeó avergonzado.

-¿Cuántas veces tengo que decirte que no me hables de usted?

Bajó del alfeizar de la ventana y se reunió con él. Ambos miraron la sala. Montones y montones de estanterías relucían  a los lados de las ventanas y sus alrededores, el piano de cola negro en la izquierda, el escritorio en el centro de la habitación junto a sus dos sillones para los invitados, cortinas altas, alargadas y grandes de color verde y sofás en unos tonos beis. Le encantaba aquel sitio, lo encontraba sumamente encantador.

Recorrieron los largos pasillos del monasterio, contemplando la hermosura de sus cuadros, ladrillos, velas que contenía en su espacio... Parecía haberlo sacado de una película, pero lo cierto es que aquello era una magnífica casa.
No hablaron durante el trayecto. Tan solo oían a lo lejos el cantar de los monjes mientras que el olor a incienso les embriagaba el camino, haciéndoles cosquillas en la nariz, se sonrieron el uno al otro. Y llegaron así, escuchando la frase favorita del Fray:

-"Amaos unos a los otros como yo os he amado"

- Amén - dijeron ambos al unísono.

Se sentaron en los bancos que daban cara al público e intentaron seguir la misa, aunque para Nathaniel siempre les costaba al principio dado que su nerviosismo le invadía cada tuétano hueso de su cuerpo.
Una vez que finalizó las oraciones, agradecieron a los cristianos por su compromiso, recogieron las ofrendas y apagaron las velas, el incienso y todo lo que podía estar relacionado con el fuego o que pudiera dar comienzo.
Luego, se reunieron en la biblioteca; cogieron unos cuántos libros y salieron, mientras que los más jóvenes debían de quedarse para recibir sus clases y aprendiendo sus aptitudes necesarias.

Horas más tardes, llegaron el turno de las visitas y como cada domingo, Nathaniel tenía a su adorable abuelo esperándolo en la puerta de entrada del despacho.
Lo vio a lo lejos. Se podía ver a la perfección su rechoncha y graciosa barriga intentando ser escondida en la camisa de cuadros amarilla y naranja que hoy llevaba puesta, junto a su pantalón gris y sus mocasines marrones. Sus ojos grandes y azules como el mismo cielo contemplaban con curiosidad uno de los cuadros que posaban en la pared, como no, junto a sus manos detrás como si de un policía se tratase.

- ¡Abuelo! ¿Cómo estáis?

- Mi querido Nathan, ¿cuándo vas a aprender que no me tienes que hablar de usted? ¡Soy tu abuelo! - rió mientras le daba un beso en la mejilla y le invitaba a salir al jardín a tomar un poco de aire fresco. - ¿Qué tal te va todo, Nathan? - avanzaron hasta encontrar un banco para poder charlar tranquilamente.

- Bastante bien abuelo, cada día adoro más este lugar - el anciano hizo una mueca e intentó disimularla con un dolor simultáneo. - ¿Y por casa cómo van las cosas?.- suspiró.

- Tu abuela llora muy a menudo pues está deseando que vuelvas y cocinéis juntos como solíais hacer. No es la única que te echa de menos... - se le empañaron los ojos de lágrimas al escuchar el principio de aquellas palabras. A pesar de que llevaba siete meses allí, aún no había salido una sola vez para verlos de nuevo o visitar la ciudad hasta que le dieran la orden.

-¿Y papá cómo está? - preguntó después de un breve silencio.

- Ya sabes, de Norte a Sur; de Este a Oeste... pero bien, le va muy bien.

El chico bajó la mirada y fingió posar una bonita y tímida sonrisa.
Permanecieron así durante un rato, contemplando el hermoso paisaje que les mostraba el jardín. El color tan verde que lucía como un campo en primavera, el cantar de los pájaros sonaban melodiosos y dulces, la brisa era más delicada y húmeda que el día anterior e incluso parecía que te acariciaba... Deseaba poder sentir de nuevo aquella brisa en el mar...
El abuelo aferró  la mano del joven y el simple contacto le hizo despertar de sus pensamientos.

- ¿Va todo bien, hijo?

- Claro. Es solo que yo también os echo de menos.

Se miraron el uno al otro y se fundieron en un tierno abrazo. El olor de su abuelo siempre le reconfortaba, le hacía sentir como si estuviera en casa. Ni era agrio ni dulce, tan solo se podía apreciar la mezcla entre jabón y a volante desgastado y eso era lo que le hacía especial. Único.
También le gustaba como su barriga topaba con la suya y le hacía sonreír más de una vez. Sin duda, esos abrazos eran los favoritos de Nathaniel, quizás no tenía palabras para decir casi nunca, pero ahí estaba su tacto para arreglar los momentos.

- A veces, imagino como habría sido mi vida si no hubiese elegido estar aquí.- confesó el chico.

- ¿Y te gusta? ¿Qué es lo que ves?

- No lo sé... es muy distinto a todo esto. Ya sabes que siempre me gustó la idea de viajar y conocer el mundo.

- ¿Crees que algún día podrás hacerlo?

- Bueno, podré tan solo si dejo mi vocación.- rió suavemente.

- Haz las maletas y vete Nathan, no seas bobo. Aún estás a tiempo, eres joven y libre. Quizás ahora la llamada de Dios ha sido demasiado pronto y no estás preparado.

- ¿Crees que Dios solo me haría eso para experimentar esta vida? - le miró con cara de pocos amigos y le dedicó una tímida sonrisa. - Abuelo, este es mi camino, mi destino... Algún día, semana, mes, año... puede que encuentre otro sitio, pero por ahora es estar aquí.

- Nathan - le cogió de la barbilla, le miró fijamente a los ojos y con una sonrisa pícara añadió: -¿Crees que tu abuela llegó a mis brazos por obra y gracias del Espíritu Santo? - rieron- La conocí en mi viaje a Francia, con esos labios carnosos en carmín , sus pestañas postizas y la nariz empolvada; y de todas aquellas señoritas sin anillos en los dedos, ella fue la más natural, la que cautivó mi corazón... ¿A caso eres de la otra acera? Oye, no tengo nada en contra de ellos, sabes que soy muy moderno - le guiñó un ojo y rompieron a carcajadas. - Dime, ¿cuando fue la última vez que besaste a una chica?

- ¡Abuelo! - se sonrojó.

- Tenemos confianza, ¿verdad? No seas vergonzoso conmigo.

- Pues... - sus mejillas ardían cada vez un poco más, nunca comprendería por qué era tan delicado en estos temas. - Puede ser que con doce años.

- ¿Doce? ¡Por el amor de Dios! Tienes dieciocho, querido.

- Bueno, ella me gustaba y solo era un crío...

- ¿Y el resto de estos años qué has estado haciendo?

- Estudiar, crecer, ser educado, convertirme en más tímido, ser obediente...

- Ese es tu error hijo mío, siempre tan bueno - le dio un tirón en la nariz como si de un niño pequeño se tratase - A veces debemos de saltarnos las reglas para comenzar a saborear la vida. Tenlo en cuenta siempre.

Y así fue como el atardecer comenzó a caer sobre el jardín y todo lo que le rodeaba, también con él se fue el abuelo a casa con la despedida de un gran y dulce abrazo.
Volvió a recorrer el enorme pasillo que debía de pasar hasta llegar a sus aposentos. Una vez allí, tras cerrar la puerta y descalzarse; colgó su sotana, el alzacuellos, las medias, la faja, el largo y ajustado pantalón que le apretaba en la cintura...
Dio un suspiro tan profundo e inmenso como cuán "grande" su habitación era. Lo miró de arriba a abajo, aunque a decir verdad no es que fuera muy amplio, pero aún así, allí guardaba todo aquello que él amaba.
El cojín bordado de su abuela de color Burdeos con sus iniciales, el cuadro grande que colgaba de la pared en la que aparecían todos en casa de los abuelos, el bonsai de su madre que se depositaba en la mesita de noche junto al viejo libro del abuelo y las cartas del padre que le envió durante el primer mes de su estancia allí; el perfume de su mejor amigo colocado a la perfección el la repisa junto a sus libros favoritos que había traído de casa... Se llevó las manos a la cabeza y sacudió su pelo negro rapado al uno por los lados y un tupé despeinado, besó su colgante que estaba grabado en forma de trébol y se tumbó sobre la cama dejando que el peso de sus párpados cerraran sus ojos.

" Miré a mi alrededor, todo era viejo y mugriento a pesar del olor dulzón que emanaba de las calles, aunque  para ser precisos no era una calle donde me encontraba, sino más bien en una estación de tren. Miré el reloj de la iglesia que se podía ver desde lejos. Doce y media de la madrugada, deduje por la falta de iluminación del sol.
Parecía estar solo, o eso creía... Al fondo de las vías pude contemplar con la vista algo nublada una sombra que se posaba de pie mirando fijamente al recorrido del tren. Sentí curiosidad, así que me acerqué  poco a poco y con los ojos como los búhos fui prestando atención a todo lo que podía llegar a ver.

- ¿Hay alguien ahí? ¿Se... se encuentra bien? - pregunté algo nervioso.

Creí que me había contestado puesto que vi como unos labios se movían, pero una luz potente y cegadora que venía detrás de mí me impedía divisar el campo de visión con exactitud.
Me paré para escuchar el sonido del tren, a las ruedas en movimiento, los cambios de raíles... pero algo me parecía demasiado brusco. Agudicé mi oído y horrorizado me di cuenta que iba demasiado rápido para la hora que mostraba el reloj. Volví mis ojos hacia lo que yo creía que podía ser persona  y de repente todo fue a cámara lenta.
Yo, humano pequeño y frágil, me había salido de mi cuerpo y con aturdimiento observé como corría a por la sombra, pero al parecer fue demasiado tarde... Todos mis esfuerzos fueron en vano, sentí agonía y ardor en mi pecho. Me dolían cada efímero hueso de mi cuerpo, como si me hubiese atropellado aquel tren en vez de aquello que fuera eso y fue ahí cuando me vi a mí mismo aplastado entre las vías del tren, con los ojos desencajados de sus órbitas y los trozos de dedos aún colgando en mi colgante.
El corazón me iba a mil por hora, me costaba respirar y apenas me sentía dueño de mí mismo, al fondo, el tren había seguido con su destino como si nada hubiera ocurrido.
Mi garganta comenzó a picar y arder; mi voz quebrada  pedía auxilio sin que yo tuviera uso de razón.
Cerré los ojos y cuando los volví a abrir de nuevo, volvían a ser las doce y media de la noche y volvía a la posición inicial."

Nathaniel se levantó sobresaltado, con sudor en la frente e incluso le brotaba sangre de la nariz. Con respiración entrecortada miró el reloj. Tres menos cuarto de la madrugada.
¿Cómo había podido dormir tanto? Pensó.
Se levantó de la cama con flaqueza y abrió la ventana para respirar un poco de aire. Sentía que no era el suficiente en aquella habitación.
Tras una breve pausa cogió la carta que su amigo le había dejado en las rejillas de la puerta, suspiró y comenzó a leerla en silencio, dándose golpecitos con el colgante en los labios.


Missy Slyon.

No hay comentarios:

Publicar un comentario