lunes, 30 de enero de 2017

Capítulo XIV

Monasterio de San Pablo
Holanda, Países Bajos
2013








Que ocurriese lo mismo cada noche, era pesado.

¿Por qué necesitaban vivir algo que no era real? ¿Por qué ocurría siempre a esa maldita hora? ¿Por qué a ellos? ¿Qué señal le estaba enviando Dios a Nathaniel que él no lograba ver?
Buscó a Leoni completamente aturdido. Ella le respondió aterrorizada.

-       -    Dime que esto no está sucediendo. Dime que es una pesadilla.

-       -  Ojalá pudiera explicarte, pero no sé qué decir.

El muchacho se percató de que aquellos gestos de pánico de su compañera eran nuevos, como nunca antes lo había hecho. Como si fuera consciente por primera vez de donde estaba.
Intentó acercarse a ella, pero dio un paso atrás.

-          - ¡No te acerques!

Nathaniel apretó los labios. Entrecerró los ojos y los volvió a abrir para percibir donde se hallaban.
Sin duda, parecía el mismo jardín del que provenían.
Para disimular su tensión, se rascó la nunca.
Probablemente el jardín era el mismo; o al menos se parecía al actual, pero la casa no. No cabía duda de que la mansión había sido sustituida por una abandonada.
Fue dejando atrás a Leoni, y a medida que iba avanzando, el color verde de la hierba fresca se iba convirtiendo en un amarillo anaranjado, como si hubiera cambiado de estación. De verano a otoño.
Fijándose en que ella seguía en la misma posición de shock, volvió hacia atrás y de nuevo el paisaje vernal apareció.
Sacudió la cabeza.
La agarró del brazo y la interpelada empezó a gritar.


Inmediatamente aparecieron en las escaleras que conducía a la puerta principal.
Leoni respiraba entrecortada, tenía las manos apoyadas en sus rodillas y un sudor frío se dejaba ver sobre su frente.
Notó como unas cálidas yemas de los dedos de su amigo se posaban sobre su hombro y en seguida bramó:

-          - ¡NO ME TOQUES!

Nathan estaba sorprendido. Nunca la había visto así, y tampoco podía hacer nada para tranquilizarla, porque ella misma se lo impedía.
Ésta despertó en cierta manera de su asombro percatándose de que los colores habían cambiado a su alrededor.
El follaje había sido reemplazado por hojas caducas, árboles sin florecer, hierbajos en la inclinada escalera, la niebla y las nubes bajas – como si fuera a llover en cualquier momento -, la mugre y descuido de la fachada. Los ventanales rotos, una bicicleta pequeña antigua.
Cerró los ojos. Se dio la vuelta hacia él, que la observaba como si estuviera más perdido que ella.
Las lágrimas no cesaban de sus cuencas, parecía como si tuviera un brote de alergia.

-     -   Nathan, ¿dónde, dónde estamos? – preguntó con un hilo de voz después de varios minutos en silencio.
Antes de que el joven pudiera contestar, una suave brisa les erizó el vello e hizo vibrar la pequeña campana que colgaba de la puerta.
Sin previo aviso, se abrió. Ambos dieron un paso atrás. Se buscaron con la mirada y le dieron la espalda para echar a correr.
-      - ¿Ya se van? – les dio un vuelco al corazón. – Si llevamos meses esperándoos. ¿Dónde os habíais metido?

La voz de una señora repiqueteaba en eco. Agarrados de la mano por el pánico, se volvieron a girar muy lentamente.
Aquella mujer era alta. Muy alta para lo que estaban acostumbrados a ver. Su tez morena resaltaba más sus grandes e inexpresivos ojos grises – comienzo de una severa ceguera - , sus pómulos salidos y una tétrica sonrisa.
Podía notarse que la vestimenta era de una tela antigua, algo descuidada pero con un brillo aún reluciente.
Tenía un recogido parecido al de Leoni, solo que resaltaba su color canoso. En su vestido marrón sostenía un delantal en lo que algún día fue blanco puro.
Colocó la mano en el poyete de la puerta delicadamente y volvió a hablar:

-         -  Damián y Mateo estarán encantados de volver a veros. Pasad, mozuelos. Pasad.

Otro cruce de miradas, otro temblor. Tragaron saliva y apretaron más las manos.
Al dar un paso hacia delante, la madera crujió y Leoni se estremeció.

-      - Siempre tan asustadiza. No te preocupes, querida. Le diré a Damián que lo arregle antes de que se vuelva a ir. Esas baldosas… Cada vez que llueve, es peor. – refunfuñó la anciana.

Su voz y hospitalidad eran muy agradables, pero eso no quitaba el pavor que les producía a los acompañantes.
Les esperó hasta cerrar la puerta tras de ellos, y se llevaron las manos hasta los ojos.
Era como estar en otro lugar.
El hall de la estancia era muy luminoso, les ayudó a quitarse los abrigos y colocarlos en el perchero. Tanto el recibidor como el comedor, presentaban los mimos tonos verdes, sepia y madera. Todo en ello mostraba perfección en sus muebles, sin ninguna mota de polvo o tela de araña, como si todo, fuera nuevo.
No tenía una decoración exagerada, pero sí exquisita.

Se sentaron entre ruborizados y abrumados en el sofá de piel cobrizo que les invitó la señora de la casa, junto a unas pastas y delicioso té.
En frente de ellos, pudieron contemplar varios retratos, pero sus miradas se clavaron en uno, que sin duda, sería el cabeza de familia.
Un caballero muy apuesto, con una barba bastante crecida, el corte de pelo de un medio tupé haciendo marcaje en sus orejas. Un sobre cuello blanco, un traje abotonado de color azul marino antiguo donde se dejaba entre ver el reloj de bolsillo.

-     - Mi amado Mateo. ¿Muy guapo, verdad? – señaló la anciana. – Os hubiera encantado conocerlo, parecía muy serio, pero era todo un guasón. Por desgracia, Dios quiso llevárselo de aquella terrible enfermedad. En gloria esté.

-         -  Amén. – respondió Nathaniel sin darse cuenta-

Le dedicaron una mirada de soslayo. Volvieron a perderse en sus pensamientos, pero unas risas y escándalos, los hicieron despertar.

-        -   ¡Ven aquí, pequeño monstruito! ¡Te cogeré!

Pisadas fuertes y delicadas junto a risitas se acercaban.
Los chicos no podían dejar de mirar a la puerta. Una pequeña niña de bucles cortos ondulados rubios, con una diadema de clores en el cabello, tez pálida, labios finos rosados, nariz redonda y unos profundos ojos grises, entró correteando con un vestidito de color amarillo apagado a juego de medias blancas; a la que acto seguido le siguió otro chico. Mucho más mayor que ella.
Su cabello era de un rubio más oscuro, más lacio y algo más corto. Barba de pocas semanas, lo suficiente para pinchar y poder jugar con la niña. Unos rasgados ojos marrones y una sonrisa perfectamente blanqueada.
Leoni se quedó pasmada. Nunca había imaginado a alguien con una vestimenta tan antigua con un rostro tan angelical.

-        -   ¡Abuela! ¡Abuela! – se abalanzó  la pequeña en brazos de la señora.

Nathan y Leoni miraban de un lado a otro sin entender nada.

-        -   ¡Por todos los Santos! – exclamó el recién llegado ajustándose el pañuelo. – ¡Mi buen amigo Joseph! – se abalanzó hacia él, y sin percatarse, se levantaron a la vez y se fundieron en un abrazo.

Leoni se ruborizó al sentirse observada.

-        -   ¡Menuda sorpresa! – siguió - ¿Cómo va todo? ¿Estás bien?

-          - Sí, yo, eh…

-         -  Vaya, cuando me dijiste que te habías prometido, no me había imaginado a tan bella dama – volvió a mirar a Leoni, que le dedicó una falsa sonrisa.

-       -    ¡Damián! No filtres, es la futura esposa de tu mejor amigo – regañó la madre.


Ahora sí  que no comprendían nada. ¿Nathaniel y Leoni prometidos? ¿Qué blasfemia era esa? ¿Desde cuándo? ¿Es que nadie les iba a explicar lo que estaba ocurriendo?
No veían momento para hablar a solas, y la inquietud se estaba dejando palpar entre ellos. La tensión aumentaba.

-       -   Vamos hombres, no te enfades. No… no lo he dicho con malas intenciones – se disculpó.

-       -   ¡No! Tranquilo, amigo. Es normal.- intentó disimular. Leoni le dio un codazo – Ah, sí, ella es mi... – le sonrió avergonzado.

-        -   Tu amada y futura esposa, Kumiko.

Leoni empezó a toser, a causa de su atragantamiento con una pasta. Nathaniel le miró preocupado y los demás integrantes de la sala, se levantaron para proporcionarles aire. La cara de la muchacha tornó a sonrojarse.

-        -   ¿Dónde está el lavabo, por favor?

La señora se lo indicó con rapidez y Damían les acompañó hasta la puerta. Les hizo un gesto con la cabeza como permiso para entrar con ella, y ambos asintieron.
Esperó a que Loeni recobrara el aliento para así poder hablar en voz baja.

-        -   ¿Te encuentras mejor? – la joven asintió con lágrimas en los ojos. Carraspeó y volvió a respirar poco a poco.

-       -   ¿Desde cuándo me llamo Kumiko? ¿Quién es esa? ¿Por qué tengo la sensación de que estamos en una época muy diferente a la nuestra?

Las preguntas salían atropelladas. Nathaniel se refrescó la cara aturdido.
De pronto, la rubia había enmudecido de golpe.

-          - Nathan… Ti, tienes… que mirar al espejo. – susurró con los ojos como platos.

Levantó la vista cansado y para su estupefacción, ninguno de los dos, eran quiénes ellos eran.
Se quedó perplejo. Nunca se habría imaginado a una Leoni completamente diferente. Dudó por unos segundo de cuál le parecía más hermosa, si la actual, o la de época.
Seguía teniendo un color blanquecino como tono de piel, pero se había vuelto un poco más alta, de mejillas anaranjadas, cejas finas y alargadas, unos profundos ojos negros cargados de sensualidad. Carnosos labios rojos, junto a una sonrisa coqueta y pequeña nariz de patata.
Un tocado muy elegante, se veía con claridad que el cabello era revoltoso y largo.
Lucía un kimono de manga corto negro con varios estampados en distintos colores junto a una pulsera dorada y un grotesco anillo de piedra rubí como pedida de mano.

Abrió la puerta bruscamente y de la manera más sutil que pudo decir, exhaló:

-          -  Amigo, ¿qué día es hoy? No… No recuerda si se tomó la medicación de la jaqueca.

Damián le pasó los brazos alrededor de los hombros y con una sonrisa de sorpresa contestó:

-          - Cuatro de marzo de mil setecientos cuarenta y nueve.

Nathaniel perdió el hilo… Ese hilo tan fino que une a la vida y la muerte. Y como si de una pluma se tratase, se desvaneció.




Missy Slyon

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